La batalla estaba perdida. El castillo estaba al borde del colapso. El señor del castillo, Skyford Orgothelius, se hallaba postrado en el recinto sagrado donde descansaba su báculo mágico. Rezando por una esperanza. Por un milagro. No se encontraba solo en la habitación. Darío, el fiel sirviente del castillo, lo acompañaba y consolaba en esos momentos de desesperación.
- ¿Está seguro de que quiere usar el báculo? – le preguntó el siervo Darío.
- No hay opción. Los salvajes Avege están en las puertas del castillo – contestó el señor de Orgothel – Darío, cuida de mi señora si algo sale mal. Te hago responsable de ella hasta que Stephen haya crecido.
- Señor se lo imploro, usted no sabe cómo utilizar la magia del báculo. ¡Nadie lo ha usado desde que llegó a nuestras tierras! – le gritó Darío.
Pero lord Orgothelius no escuchaba razones. Cargaba la confianza de su gente en los hombros y el miedo al fracaso en los tobillos. La negativa de Lórient le ataba las manos y su orgullo lo enmudecía. Su rostro, calculador y jovial sucumbió finalmente ante el sombrío temor al genocidio. Y aunque su pueblo se hallaba a salvo por el momento, oculto en las inmensas cavernas subterráneas, Darío se hallaba frente a él, exigiendo soluciones en silencio. El fiel siervo jamás se sublevaría contra una persona tan justa y recta, pero el tumor de la desconfianza adormilaba su sano juicio. Tenía frente a él un dios reducido a hombre, desprovisto del eterno y poderoso porte de amo y señor de Orgothel.
Tomó el báculo entre sus manos, acarició el orbe que lo coronaba con el dejo de una nostalgia que no podía explicar, y salió a encarar su destino.
Darío se aseguró de hallarse solo. Aprovechó el momento para rasgarse el rostro con la punta de una navaja, despegando la piel vieja como caucho estirado, revelando su verdadera identidad. Dos agudos dientes frontales brotaron de su boca, reemplazando los de la imitación del cuerpo de Darío. Largas garras sucias y gruesas aparecieron donde una vez estuvieron las recortadas y pulcras uñas de Darío. Los ojos se le hincharon hasta recuperar el tamaño natural, y le brotaron asquerosos vellos gruesos en la nuca, la espalda y los nudillos. La característica joroba de su especie regresó a su lugar habitual, descomponiendo la estética espalda del resquicio de Darío. Aquella criatura era el traicionero Garleth Ictiopus, de la raza de los Filthars, el mayordomo de lord Delgurth, amo y señor del reino de las tinieblas, Dulfernoth.
- Agh, sucios humanos, que asco me da convertirme en uno de ellos – decía entre dientes mientras se mordía una uña –, estúpido terrateniente, debería fijarse mejor en los objetos que considera sagrados – murmuró, al mismo tiempo que sacaba un orbe de color vino de su bolso de viaje.
Opaco y sin brillo, fuera de su correspondiente espacio en el báculo, parecía estar muerto. Garleth se quedó contemplando su interior, tratando de divisar los restos de la magia que contenía en su esplendor. Luego lo devolvió al bolso y abrió la puerta del recinto. Soltó un grito de sorpresa al ver que el verdadero Darío había escapado del almacén de vinos del castillo y avanzaba hasta él, empuñando un sable. Su frente estaba empapada de sangre, vestigio del terrible golpe que le había dejado inconsciente, y su ropa y cuerpo bañados en vino; Garleth pretendía dejarlo ahogándose dentro de la bodega, agujerando todos los barriles de la cosecha.
- ¡Maldita criatura! – le espetó, arrinconándolo en el recinto –. Espera a que hunda esta hoja en tu cuerpo, traicionera, ¡puerca!
Aquellas palabras hirieron a la criatura.
- ¡Soy un macho de mi especie, imbécil pedazo de ciego! – vociferó.
Ante esta injuria, Darío arremetió con una estocada.
Garleth, asustado, se defendió con un gruñido, esperando asustar a su cazador. Pero la cólera de Darío no podía ser opacada con una amenaza tan tonta como un gruñido. El siervo avanzó hacia la desagradable criatura, arremetiendo el espacio frente a él con el sable. Garleth corrió por la habitación, esperando encontrar un arma a la mano, pero el recinto carecía de ellas. Desesperado, tomó una antorcha colocada en la pared, y la usó como defensa.
- Sucios humanos, todos le temen al fuego – ladraba con una voz aguda.
Blandía la antorcha frente a él, haciendo retroceder al siervo, temeroso al fuego. Darío contuvo los golpes, pensando en que la hoja pudiera quedar encajada en la madera, y de esta manera en manos de la criatura. Garleth ganaba terreno, orillando a Darío al borde de las escaleras. Con una sonrisa triunfal, acercó rápidamente la antorcha al rostro de Darío, esperando que sus reflejos lo obligaran a saltar hacia atrás, y rodar por las escaleras posteriormente. En vez de esto, Darío bloqueó el ataque con la espada y tuvo tiempo de cortar con un solo golpe el trozo de madera empapada en combustible, dejando a Garleth con un pequeño trozo de madera seca. Haciendo una mueca de desconcierto, fue herido dos veces en el abdomen por la espada de Darío. El tercer golpe cortó la correa de su bolso de viaje, que cayó al piso, abriéndose y liberando el orbe en dirección a las escaleras.
- ¡No! – gritó Darío, tratando de detenerlo con la hoja de su espada, temiendo que un objeto tan frágil pudiera romperse.
Garleth aprovechó la ocasión para empujar a Darío con todas sus fuerzas. El siervo perdió el equilibrio y se fue de bruces hacia las escabrosas escaleras de piedra. Un bloque le abrió la frente y quedó inerte al pie de las mismas.
Usando los escasos poderes mágicos propios de su raza, Garleth hizo levitar el orbe y lo atrajo hasta su mano. Sonriendo de nuevo, bajó las escaleras y, usando un raro polvo llamado morfdust, se transformó en un humano común y corriente. Cruzó los salones del castillo, y salió por la puerta principal completamente transformado en un soldado del ejército de los Avege, hombres que vivían en clanes y tribus alrededor de los Territorios Olvidados. Para su mala fortuna, la Guardia de Orgothel marchaba por los mismos salones y lo identificaron de inmediato. El capitán Noebl hizo una mueca de furia y le apuntó con la mano.
- ¡Arqueros, penetraron las defensas! – vociferó.
Una lluvia de flechas cayó sobre Garleth, quien, haciendo un máximo uso de sus poderes, las detuvo frente a su rostro, o como último recurso, desvió su trayectoria. Corrió a través de uno de los pasillos principales, con tres guardias pisándole los talones. Desapareció de un momento a otro.
El sol había caído, la noche oscura y nublada se alzaba en los Territorios Olvidados. El castillo se encontraba en tinieblas.
Tres soldados de la Guardia avanzaban con cautela. Los Filthar eran criaturas escurridizas y en extremo viciosas. Atacaban sin importarles el modo ó el método. Damián, uno de los capitanes de la Guardia, hermano mayor de Darío, avanzaba con la espada desenvainada, creando una distancia entre él y su posible presa. El asqueroso olor característico de un Filthar le llegó súbitamente, como una nube de vapor saliendo de una olla. Se puso en guardia, sosteniendo la espada con una mano y una daga con la otra. Siguió el rastro del olor a través de los amplios pasillos del castillo en tinieblas. La única fuente de luz de la que se valían en esos momentos era el sistema de espejos colocado en las paredes de los pasillos. Desde un tragaluz se mandaban rayos de luna hasta un espejo colocado en diagonal, que a su vez reflejaba la luz, mandándola a otro espejo, y ese espejo a otro y a otro, distribuyendo escasa luz a través de los pasillos del castillo. Las antorchas y las velas se reservaban para la iluminación de los cuartos y la biblioteca, pues el keroseno y los aceites eran raros en esas tierras desoladas por la guerra, y el comercio con Lórient se había ido agotando gradualmente.
Usualmente no existían problemas con la luz en la noche, en esa parte de la tierra las nubes eran pequeñas, y se disfrutaban de unas hermosas noches despejadas. Pero últimamente se habían dejado ver densas nubes que traían consigo poderosas lluvias que habían reabastecido los pozos y los lagos del lugar. Esa noche en particular, Damián no había estado agradecido por tener el clima.
La visibilidad en la parte sur del castillo era nula, pues los espejos se concentraban en los primeros pasillos y vestíbulos, utilizados con más frecuencia, y las mazmorras se sumían en tinieblas al caer la noche. Obviamente, el pasar las noches en un castillo tan oscuro había mejorado su visión nocturna, pero no lo suficiente como para ver en la más vasta oscuridad. Detrás de él escuchaba las pisadas de sus subordinados siguiendo su camino. El chasquido del metal era lo suficientemente poderoso como para alertar los agudos sentidos de un Filthar. Damián se dio la vuelta y ordenó a los guardias marcharse y defender la puerta del castillo de Orgothel.
Avanzó solo, en los húmedos pasillos, caminando sobre las lozas de piedra. La intriga dio pie a la desesperación. Apuntó con la espada hacia delante, e hizo un poco de magia.
- ¡Ignitio! – gritó.
Dos llamas escarlata envolvieron a la hoja de la espada y salieron despedidas hasta chocar contra la pared de enfrente. Le proveyeron de tanta luz como era requerida, para ver qué había en su camino. Encontró una antorcha sobre un soporte en la pared a unos metros de su posición. Se paró frente a ella, y realizó un conjuro menos potente.
- Sparks – dijo, apuntando a la punta de la antorcha.
Una diminuta flama saltó de la punta de su espada y se posó en la antorcha, quemando el keroseno y prendiéndola al instante. Damián parpadeó varias veces. Juraría que la flama se había dilatado unas centésimas de segundo sobre la punta de la antorcha, bailando y contemplando la situación.
- Salamander – murmuró para sus adentros. Inmediatamente, lo invadió un sentimiento de poderosa vergüenza.
Desechando la idea, retiró la antorcha del soporte e iluminó su camino. Llegó al final del pasillo, que daba paso a un pequeño vestíbulo, y abría las entradas a otro pasillo transversal, que continuaba hacia la derecha, rumbo al sur. Tomó el camino, asegurándose de revisar cada salón del castillo, hasta que encontró una puerta entreabierta.
Atravesó la puerta y entró a un antiguo salón de baile, que se había dejado de usar conforme el palacio se fue modernizando. Una ventisca reinaba el salón, a pesar de que los ventanales no habían sido abiertos en por lo menos, diez años. El fuego le sirvió para iluminar unos metros del salón, para luego extinguirse bailoteando sobre la antorcha. Un gigantesco espejo cubría toda la pared que se encontraba detrás de él, mientras que un ventanal de dimensiones similares formaba la pared contigua. Un relámpago iluminó la estancia entera por unas fracciones de segundo. Al mirar por el rabillo del ojo, Damián alcanzó a distinguir a Garleth en el espejo, posicionado detrás de él, listo para atacar. Giró por la espada, logrando asestar un golpe a la criatura al mismo tiempo. Las tinieblas volvieron a reinar en el cuarto, diseminando el eco de los viscosos ruidos de Garleth. Damián se sintió víctima de una amenaza omnipresente, capaz de atacar desde cualquier punto. Apuntó la espada hacia una columna de piedra, y volvió a conjurar las chispas.
- ¡Sparks!
El hechizo iluminó poco más que el trueno, dejándole ver el horrible rostro de Garleth justo frente a él. Antes de que pudiera alzar la espada, el Filthar aprovechó el tiempo para hacer su ataque.
Damián sintió una aguda punzada en el estómago, justo entre las placas de su peto, desgarrando su piel. Herido, se tambaleó hacia atrás, mientras Garleth se alzaba victorioso en la oscuridad. Damián dejó caer la espada al piso, y se llevó ambas manos a la herida, mientras la horrible risa de Garleth resonaba por todo el salón. Sintió un poderoso golpe en el casco y la abolladura que produjo lo tiró al piso, dejándolo inconsciente. Murió en el salón, intentando levantarse para hacer sonar la alarma. Dejó un rastro de sangre que marcaba su trayecto a través del gran salón de baile.
Afuera, Garleth adoptó la forma corpórea de Damián, y rodeó el castillo para salir por una trampilla colocada en el ala este, en caso de emergencia.
Afuera, erigido sobre la muralla más resistente del castillo, Lord Orgotheluis levantaba el báculo con el falso orbe, tratando de resucitar la magia que algua vez residió en la esfera, aferrándose con todas sus fuerzas a una resbaladiza esperanza que había abandonado los Territorios Olvidados cinco años atrás.
1 comentario:
Está raro... la verdad aquí seré crudo, más porque es mi área de análisis.
Tu demonio es curioso. El hecho de que des su nombre de forma tan puntual me sacó de onda, posiblemente quitando la referencia directa del narrador y diciendo su nombre sin más ceremonia saldría bien.
El cantar los poderes está bien. Pero me sacó de onda que sean nombres en inglés... en lo personal está bien, pero me causó choque.
El espadachín de fuego está muy bien diseñado. Lástima que muriera.
Dejas al gran señor medio olvidado.
Si tan sólo tuvieras un prólogo más completo sería bueno, así el lector no se perdería tanto.
Hay OTRO concurso de literatura... éste es novela... si te interesa... sabes dónde encontrarme.
Hoy te extrañé al MSN, no apareciste cuando andaba por acá...
Jaa na !!
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