My life, has been extraordinary: blessed and cursed and won.


martes, 9 de marzo de 2010

Te odio, Cancún: ruinas urbanas

III

Se trata simplemente de huir, escapar, abandonar, como ratas, nuestra madriguera cuando las cosas salen mal. Tanto que aborrecemos a las plagas cuando nosotros mismos nos hemos convertido en una. Huimos de sismos y huracanes, de crisis personales y financieras. Podríamos llegar hasta la última orilla del mundo con tal de olvidar y purgar los pecados. Pero no se trata de eso, y sin embargo, no logramos entenderlo.
Soy uno más del rebaño, no por decisión autónoma, sino por el contexto familiar. Un inconforme con el cambio, intolerante a las mudanzas y adicto a la nostalgia. Tan vulnerable que prefiero caminar solo sin dejar que el aroma a rencor e insatisfacción invada mis narices. Por eso me bajo del camión y prefiero caminar, recorriendo las sendas casi inmutables, acariciando los recuerdos desvanecidos y los sueños perdidos. Nombres que ya no suenan, leyendas efervescentes de un pueblo que parecía urbe, y que ahora parece un pueblo con tamaño de urbe.
Esta ciudad fue testigo de las prematuras despedidas de mi infancia y adolescencia, años que aún guardaban cierta magia y misticismo. En ese entonces, las playas eran amplias por naturaleza, los hoteles bajos y la sociedad aún mantenía un grado de inocencia. Pero aún así, el dejo de refugio se permeaba en los constantes migrantes que se peleaban por los hogares en renta y los departamentos recién construidos.
Y así, los rumores sobre el paraíso permanecían siempre contradictorios: unos juraban que el lugar era la nueva versión de las minas de oro y otros que simplemente era una idealización de un sueño elitista y discriminatorio.
Las pruebas lo constatan. Es de noche y me encamino por las inmediaciones del Mercado 28, y atestiguo de primera mano las ruinas de un Cancún que ha muerto y resucitado decenas de veces. Ahora los negocios están cerrados, pero la historia sería similar si deambulara de día en septiembre u octubre. Este mercado se prostituyó tanto, que dejó de pertenecerle al pueblo, y se convirtió en una embajada de la zona hotelera. El precario balance se inclinó del lado equivocado, y ahora sufre para mantenerse vivo. El conjunto, complementado con Plaza Bonita, ofrecía soluciones eficientes para una sociedad pequeña. En algún momento coexistió la primera y única tienda Nintendo en la ciudad, los ya trascendentes raspados de kiosco, la boutique oficial de Kitty Bonita, una arcadia, una tienda de mascotas y las ahora extintas hamburguesas Dino’s. Y por ese pequeño lapso, viví en un lugar que satisfacía mis necesidades como preadolescente, que me ofrecía un solaz de descanso y normalidad: el escape perfecto del refugio de los fugitivos.
Y ese sólo fue el primero de las decenas de lugares que murieron con el primer Cancún, el que albergaba negocios construidos desde los cimientos, y que dio paso al Cancún de los conglomerados, de las cadenas y los monopolios, y a su vez, ése cedió el paso a los extranjeros, y a la globalización.
Porque finalmente, los fugitivos, los escapistas, los refugiados, aún tengan esperanzas invertidas y sueños hipotecados, no dejan de considerarse meros pasajeros en busca de un destino definitivo, lejos de aquí, en una ciudad “de verdad”, el hogar en el que vivirán luego de haberse forjado su propio sino en Cancún.

lunes, 8 de marzo de 2010

Día 067. Almost Aldous

Contagiado por una melosa melodía
Contemplo a la otrora corriente
Convertida en un torrente.
Fluye sin darme un respiro
Me acosa
Me contagia
Me inunda
Me consume
Y no puedo estar más agradecido
Por primera vez, no me quiero detener
Necesito avanzar
Entre profecías y señales me debato
Si el futuro inmediato no será truncado
Y mis sueños arrrasados
Por tsunamis de pesarilla
O terremotos esperados.
Y entre lo incierto está lo cierto:
No me voy a detener.
Porque al fin soy "Almost Aldous".

lunes, 1 de marzo de 2010

Día 060/2010. De la tinta que vuelve

La tinta corre de nuevo
Fluida, amena, sin detrimentos
Se mezcla con mi sangre
Gestando una nueva fuerza vital
Llega con bríos hasta mis dedos
Los mueve, manipula y controla
Y ellos expresan, poseídos
Con palabras tomadas, o robadas
La voluntad de mi espíritu

Te odio, Cancún: viaje en camión

II


El transporte público resulta en ocasiones un buen lugar para sentarse por horas y pensar, mientras los escenarios cambian constantemente. No suelo hacerlo a menudo, pero cada vez que dispongo del tiempo y el humor, me arrojo sin pensarlo mucho. Los autobuses, si tan sólo tuvieran conciencia y algún modo para plasmar sus observaciones en papel, se convertirían en los mejores testigos del diario acontecer. Personas de toda clase social los abordan a diario, unos por costumbre, otros por necesidad, y alguno que otro por imprevistos o emergencias. Y todos ellos seguramente tendrán historias que contar. Pero sólo aquellos que logramos observar más allá de la propia barrera del ego, podemos percatarnos de lo mucho que sucede a bordo de los autobuses.
Señoras con bebés en brazos y tres chilpayates más danzando alrededor, con preguntas ignoradas y observaciones hechas al aire, esperando vagamente una que otra respuesta a sus múltiples inquietudes, se suben en horas de escuela, ya sea de mañana o de tarde. Las madres con el rostro apesadumbrado, pensando en todo menos en lo que tienen enfrente, preocupadas por problemas tan vitales, que le restan importancia a las demandas del momento, las únicas que los hijos consideran importantes.
Trabajadores de clase media, la mayoría inmigrantes, se deprimen entre sueños rotos y menesteres que nunca imaginaron tener. La vida suele ser tan simple cuando te arrojas a la aventura, y tan difícil cuando la fantasía empieza a cobrar sus deudas. De tener la confiancita les diría: ni modo mano, aquí te tocó estar y trabajar. Preferiste la chamba dura al estudio disciplinado, el dinero fácil a la preparación para ocupar el puesto gerencial que tanto dominas. Pero no lo hago. Me limito a imaginar qué carajos les pasa por la mente cada tarde, cuando abandonan la opulencia del hotel para chocar directamente contra la miseria del hogar en la doscientos y cacho. Algunos deben ser felices con lo que tienen: alcohol en quincena y futbol cada domingo, entresemana también cuando se trata de torneos poco comunes. Por eso odio el futbol y los antros, pero quizás eso es tema de otra reflexión. Por el momento los imagino llegar con sus esposas o juntadas, mujeres que quizás los quieran pero que difícilmente los amen o los aprecien de verdad. La necesidad de escapar a la soledad los une, pero nada más. Los solteros sin rutina podrían pasar mejores ratos como amantes de las menospreciadas amas de casa. Enseguida huelen a las féminas aburridas y despechadas, que buscan el falso cariño con tal de tener unos brazos que rodeen sus cinturas y las hagan sentir un poco del aprecio que ni ellas mismas se tienen. A las mujeres les va peor. Si no tienden las cómodas camas con costosas colchas en cien o doscientas habitaciones al día, contestan el teléfono y reciben a los felices turistas que buscan un escape a sus propios problemas en esta ciudad. Siempre con una falsa mueca que intenta esbozar una cálida bienvenida.
Cancún les sirve a los fugitivos, pero no tiene quien le sirva cuando busca su propio escape. O tal vez sí. Camas de motel y alcohol barato, las ofertas más redituables a lo largo de la Portillo, y el proletariado puede darse por bien servido. O tal vez no. Los suicidios lo confirman. Qué asco.

Te odio, Cancún

I

Me lo pregunto a cada rato. Cuando tardo cuarenta minutos en avanzar de la Plaza de Toros al inicio del Boulevard Kukulcán. Cuando veo la continua destrucción del manglar. Cuando me digno a voltear en dirección opuesta a la que apuntan los medios de comunicación para tapar el escándalo, y vaya que hay muchos. Cuando la indiferencia plaga las calles. Cuando veo que el restaurante al que ya le había tomado cariño está siendo reemplazado por un Vips, o un Sanborns o peor aún, por un Oxxo. Cuando veo un sinfín de plazas comerciales con decenas de oficinas y locales en renta, compitiendo por los visionarios empresarios, sin querer bajar sus precios ni extender facilidades de pago.
Pero vamos, no es tan malo, suelo decirme. A final de cuentas, esta es la ciudad a la que me trajeron de vacaciones hace 17 años y de la cual nunca me fui. La ciudad que me fue implanta, con todo lo que conlleva: casa, escuela, amigos… el universo entero para un niño de siete años. Pero bueno, equis, me digo, avancemos, de todas maneras, me gusta el mar y la playa. Estoy en el paraíso, en el lugar envidiado por todos. Y si es así, ¿por qué lo odio?
Dicen que Cancún te abraza o te vomita, y yo siempre pensé lo segundo. Pero hasta hace unos años, me di cuenta que en realidad, me hizo las dos. Primero me abrazó, titubeando, dándome pocas comodidades y amigos reales. Luego se hizo más intenso, y los primeros atisbos de un gran confort se asomaron en mi vida, que, entre la aceptación y la costumbre terminaron por derivar en una cierta comodidad de película. Si bien no todo era bueno, tampoco todo era malo, y de esa mezcla logré producir un gran aprendizaje en la vida de los cancunenses.
Pero luego sucedió algo que ni yo mismo pensé que sucedería: la ciudad dejó de pertenecerme. De un momento a otro ya no podía sentirme amo y señor de las calles, ni podía presumir de mi excelsa brújula que siempre encontraba su ruta y destino. Ya no me sabía los nombres de todas las escuelas particulares de Cancún y el perfil psicológico de quien en ellas estudiaba (Cumbres=fresas, Da Vinci=rezagados y frikis, Alexandre=corruptos, Británico=matados, etc.). tampoco me sonaban ya los nombres que una vez fueron populares para mi generación, y los antros de la ciudad se multiplicaron tanto, que ya tampoco podía decir “ya fui, está chido” ó “ahí esta caro”. No, la ciudad que se alzaba ante mí una mañana ya no era el Cancún que entre amor y odio le había tomado una cierta estima especial. Los límites se habían extendido más allá de las rutas 4 y 5, las escuelas se multiplicaban y las calles se infestaba de un pesado tránsito, y todos estos cambios se sucedían tan rápido que ya no atinaba a pedir un “tiempo fuera” para actualizarme con todos los cambios.
Estos cambios respondían a un sencillo hecho: cada día más personas llegaban a pedir trabajo y oportunidad en Cancún, trayendo consigo familia y deudas. Ricos y pobres, visionarios y subordinados, se fueron apropiando de los grandes pedazos de tierra que yo aún consideraba virgen, detonando los factores antes mencionados, y con ello, una serie de problemas sociales de los que no quise enterarme hasta que fue demasiado tarde.