Era el huracán más grande de los últimos ciento setenta y cinco años, según los reportajes previos al impacto. Nadie creyó que eso pudiera ser verdad, pues las fuentes dejaron de ser creíbles para muchos de nosotros desde la llegada de Emily. No lo creíamos ni siquiera cuando vimos las fotos de satélite en Internet. El tamaño del huracán rebasaba al de la Península de Yucatán entera. Nadie se imaginaba lo que estaba por venir.
El jueves en la mañana, siguiendo el protocolo de seguridad del mexicano, se mandaron colocar tablas en las ventanas y fuimos a hacer las compras de pánico. Los vientos ya empezaban a sentirse fuertes, sin embargo, el temor aún no invadía mi corazón. Muy por el contrario, una parte de mí estaba emocionada por lo que estaba por llegar. Quería sentir los vientos, la adrenalina, el pesar, la incertidumbre, quería ver árboles cayendo, transformadores explotando, calles inundadas, quería hundirme en el morbo que me producía tal angustiosa espera.
Pues bien, el morbo no tardó en satisfacerse. En las horas siguientes, las cosas comenzaban a salir mal en la casa.. Los informes de radio decían que el huracán estaba a punto de tocar tierra, y que los vientos estaban aumentando su velocidad. Todos nos encontrábamos rodeando el aparato, en espera de que dieran información sobre Cozumel y Playa del Carmen, que ya estaban siendo golpeadas por la furia del ciclón, cuando dos tablas que habíamos colocado en una pared parcialmente destruida – para reparar una tubería de agua hacía ya tiempo – se vinieron abajo, haciendo un ruido espantoso. Mi padre, mi madre y yo, salimos a colocarlas de nuevo, en medio de una feroz ventisca que amenazaba con tirar a mi papá de la escalera. Al sentir esos vientos, mi emoción aumentó, aunque aquella excitación no tardaría en desvanecerse.
Al poco rato, mientras mi padre untaba jabón en barra para resanar una pared por la que se filtraba el agua de la lluvia y yo estaba leyendo en la sala, se escuchó un golpe muy fuerte en la barda trasera de la casa, resonando como metal. A este golpe le siguió un siseo que parecía ser amplificado con equipo de alta calidad, y el inconfundible olor a gas. Me incorporé de golpe, arrojando mi libro sobre la sala, y estaba a punto de echar a correr hacia la puerta trasera, cuando simultáneamente sonó el teléfono y mi padre aparecía en la sala. Contesté primero, esperando que fuera mi tía o mi abuela – que viven en la casa de al lado – para informarnos de la naturaleza del golpe. No bien me hube acercado la bocina del aparato a la oreja, cuando escuché los gritos aterrados de mi abuela suplicando auxilio.
-¡Niño,eltanquedegasacabadepegarcontralabardayseestáescapandotodo, avísalea tu papáparaque vengaacerrarlallave!
Alcanzando a balbucear un sí, la escuché colgar el teléfono de golpe. Me volvía hacia donde debía estar mi padre, pero no lo encontré. Lo seguí hasta la puerta trasera, y, al abrirla, recibí su rugido desesperado.
- ¡No vayas a salir de la casa! – gritaba, entre el ruido del gas y el viento colándose entre las casas.
Asomé la cabeza solamente, temiendo representar un estorbo en caso de ir a ayudarle, y contemplé la escena más escalofriante de los últimos dos años. Mi padre, vestido con un impermeable amarillo, luchaba por cerrar la llave de gas del tanque de mi tía, al tiempo en que era abatido por los poderosos vientos ciclónicos. Mi tía, totalmente fuera de sí, se encontraba parada junto a él, con las manos entrelazadas, temblando incontrolablemente, llorando a todo pulmón, y con la vista perdida en el nublado horizonte. Balbuceaba gritos que intentaban ser oraciones y rezos, pero no conseguía armar una palabra entera sin soltar lastimosos sollozos y gritos desesperados. Mi padre, un tanto asustado y nervioso por la situación, le gritaba que se metiera a la casa, que no tenía nada que hacer ahí. Obviamente, sus palabras no llegaban a donde quiera que estuviese la mente de mi tía en esos momentos. Yo vigilaba los cielos grises, casi anticipando la caída de un proyectil sobre mis familiares que cerrara con broche negro aquella escena tan dramática. Una voz en mi cabeza se atrevió a bromear en ese momento, diciéndome algo así como: “Ni Stephen King te ha atemorizado como esto, ¿verdad?”. Era verdad. El semblante seguro y confiado de mi padre se había destruido por completo. Su imagen de patriarca y protector de la familia aparecía cuarteada ante mis ojos, su halo de invencibilidad había desaparecido, y en su lugar sólo quedaba un hombre, temeroso y nervioso, tratando de salir lo mejor posible de un problema terrible. La única posible comparación que puedo hacer es la escena final de Harry Potter y el Príncipe Mestizo, en donde el joven mago se ve forzado a ver cómo un viejo, debilitado y demacrado Dumbledore, muere a manos de Snape, desprovisto de esa magnanimidad que siempre lo había acompañado.
En ese momento, decidí que no podía abandonar a mi tía y a mi abuela durante el paso del huracán. Empaqué un libro, dos mudas de ropa, y mi Game Boy, y me fui a su casa para tranquilizarlas. Las gotas de lluvia eran increíblemente gruesas y gordas, y lograron empaparme de pies a cabeza aún cuando sólo había avanzado unos pocos metros.
No se qué es lo que le pasa a la gente cuando se moja, pero parece que se rompe un escudo de seguridad y confianza. Cuando entré en la casa de mi tía, noté dos cosas de inmediato. La primera fue un intenso olor a gas, por la proximidad de la cocina con el patio trasero y el tanque de gas. Y la segunda, mi abuela había encendido una veladora en el fregadero. Movido por una descarga, apagué la veladora en un parpadeo, pensando en que ése era el fin. Lo primero que hice entonces, fue arrojar mis cosas a un sillón y recorrer la casa en busca de otras fuentes de chispas y fuego. No encontré ninguna, pero les dije a las dos que no prendieran ningún tipo de luz o lámpara hasta que el olor se disipara. Lo más complicado era que ahora yo tenía que calmar a dos mujeres histéricas en medio de una crisis. El olor a gas no se disipaba, a pesar de que abrimos las ventanas y el viento sacudía las ventanas incontrolablemente. Fue entonces que se me ocurrió que nuestro tanque no debía ser el único que había explotado. Aún así, el olor a gas se estacionó en la casa alrededor de media hora, tornando la situación tensa y desesperante. Por primera vez, sentí un temor verdadero, no a la furia con que azotaba el fenómeno, sino a la posibilidad de la muerte. Si en ese momento, en que por cierto ya no había luz, alguien hubiera tenido la idea de prender un cerillo, un cigarro, encender una vela o algo similar, todos hubiéramos experimentado una réplica de San Juanico. El miedo latente a enfrentarme con una ola de fuego me puso muy nervioso, y comencé a comportarme como un carrito de fricción: caminaba por todo el piso de abajo, sin rumbo, sin hacer nada, sólo caminando para hacer tiempo, husmeando de vez en vez para ver si el olor a gas se debilitaba, pero no era así. No recuerdo haber estado pensando en otra cosa que en concentrar toda mi voluntad para que se fuera el gas. Me resulta ahora curioso la manera en que pensé que mi voluntad por sí sola hubiera podido disipar el olor a gas. Sabía también que tenía que permanecer fuerte ante ellas dos, no podía haber tres histéricos dentro de la misma casa, puesto que la histeria necesita inconscientemente de un pilar fuerte y seguro del que aferrarse. Durante el terremoto del 85, dicho pilar era una columna física dentro del departamento donde vivían mis padres, junto con mi tía y mi abuelita. Ahora, el pilar tenía que ser yo.
Mi tía, para tratar de calmar su alma, nos puso en círculo, tomados de la mano, y comenzamos a orar. Le pidió a Dios que calme el huracán, le pidió perdón por no ser tan devota, le prometió cambios grandes cuando la tragedia terminara, le volvió a pedir que calme el huracán, y rogó por piedad a todas las personas que estaban viviendo la misma situación. La verdad es que no soy muy creyente de los milagros instantáneos, a diferencia de muchas personas, que creen que con rezar las cosas se van a solucionar mágicamente. Sí creo en que hay fuerzas más allá de nuestra comprensión que actúan de maneras misteriosas, pero no por orar pienso que van a acelerar su ritmo de eficacia y cambiar todo el universo para que se ajuste a las necesidades del creyente. Sin embargo, y a pesar de mis creencias, experimentamos algo que no pude explicarme del todo. La intensidad del viento pareció disminuir y mantener su fuerza al mismo tiempo. El aullido del viento no cesó, el movimiento de los árboles continuaba con la misma violencia, las ventanas se seguían azotando contra los marcos, pero nosotros no lo sentíamos tanto. Era algo difícil de entender, era como si una finísima barrera se hubiera aparecido alrededor de la casa, y estuviera disminuyendo – aunque casi imperceptiblemente – el abatimiento de la fuerza del huracán contra la casa. Es algo que me costó trabajo aceptar, y que en realidad no duró mucho tiempo. Sin embargo, nuestra casa quedó intacta. Sólo las plantas y los árboles del patio se doblaron, un poco de agua se metió por las paredes y por debajo de las puertas, pero nada que se hubiera perdido para siempre.
En la noche, prendimos la radio para ver si alguna emisora había vuelto al aire y nos encontramos con la sorpresa que Radio Ayuntamiento era la única transmitiendo, cargada de un aire de prepotencia y arrogancia. Constantemente se escuchaban comentarios de que eran la única, que era un esfuerzo enorme el estar ahí, que eran los más comprometidos, etc. Y para colmo de males, cuando la población entera estaba nerviosa y quería saber lo que estaba pasando, se les ocurre poner bloque tras bloque de canciones infantiles. Escuché algunas de ellas esperando que terminara el suplicio y comenzaran a dar el estatus del huracán, pero nunca lo escuché.
Se me antojó una burla del destino, estar atrapados dentro de la casa, con el huracán más fuerte en un siglo azotando sus poderosas ráfagas contra la casa, mientras Cri-Cri cantaba sobre una patita que se iba al mercado y un chorrito de agua que tenía calor.
Lo que vino después fue peor.
El jueves en la mañana, siguiendo el protocolo de seguridad del mexicano, se mandaron colocar tablas en las ventanas y fuimos a hacer las compras de pánico. Los vientos ya empezaban a sentirse fuertes, sin embargo, el temor aún no invadía mi corazón. Muy por el contrario, una parte de mí estaba emocionada por lo que estaba por llegar. Quería sentir los vientos, la adrenalina, el pesar, la incertidumbre, quería ver árboles cayendo, transformadores explotando, calles inundadas, quería hundirme en el morbo que me producía tal angustiosa espera.
Pues bien, el morbo no tardó en satisfacerse. En las horas siguientes, las cosas comenzaban a salir mal en la casa.. Los informes de radio decían que el huracán estaba a punto de tocar tierra, y que los vientos estaban aumentando su velocidad. Todos nos encontrábamos rodeando el aparato, en espera de que dieran información sobre Cozumel y Playa del Carmen, que ya estaban siendo golpeadas por la furia del ciclón, cuando dos tablas que habíamos colocado en una pared parcialmente destruida – para reparar una tubería de agua hacía ya tiempo – se vinieron abajo, haciendo un ruido espantoso. Mi padre, mi madre y yo, salimos a colocarlas de nuevo, en medio de una feroz ventisca que amenazaba con tirar a mi papá de la escalera. Al sentir esos vientos, mi emoción aumentó, aunque aquella excitación no tardaría en desvanecerse.
Al poco rato, mientras mi padre untaba jabón en barra para resanar una pared por la que se filtraba el agua de la lluvia y yo estaba leyendo en la sala, se escuchó un golpe muy fuerte en la barda trasera de la casa, resonando como metal. A este golpe le siguió un siseo que parecía ser amplificado con equipo de alta calidad, y el inconfundible olor a gas. Me incorporé de golpe, arrojando mi libro sobre la sala, y estaba a punto de echar a correr hacia la puerta trasera, cuando simultáneamente sonó el teléfono y mi padre aparecía en la sala. Contesté primero, esperando que fuera mi tía o mi abuela – que viven en la casa de al lado – para informarnos de la naturaleza del golpe. No bien me hube acercado la bocina del aparato a la oreja, cuando escuché los gritos aterrados de mi abuela suplicando auxilio.
-¡Niño,eltanquedegasacabadepegarcontralabardayseestáescapandotodo, avísalea tu papáparaque vengaacerrarlallave!
Alcanzando a balbucear un sí, la escuché colgar el teléfono de golpe. Me volvía hacia donde debía estar mi padre, pero no lo encontré. Lo seguí hasta la puerta trasera, y, al abrirla, recibí su rugido desesperado.
- ¡No vayas a salir de la casa! – gritaba, entre el ruido del gas y el viento colándose entre las casas.
Asomé la cabeza solamente, temiendo representar un estorbo en caso de ir a ayudarle, y contemplé la escena más escalofriante de los últimos dos años. Mi padre, vestido con un impermeable amarillo, luchaba por cerrar la llave de gas del tanque de mi tía, al tiempo en que era abatido por los poderosos vientos ciclónicos. Mi tía, totalmente fuera de sí, se encontraba parada junto a él, con las manos entrelazadas, temblando incontrolablemente, llorando a todo pulmón, y con la vista perdida en el nublado horizonte. Balbuceaba gritos que intentaban ser oraciones y rezos, pero no conseguía armar una palabra entera sin soltar lastimosos sollozos y gritos desesperados. Mi padre, un tanto asustado y nervioso por la situación, le gritaba que se metiera a la casa, que no tenía nada que hacer ahí. Obviamente, sus palabras no llegaban a donde quiera que estuviese la mente de mi tía en esos momentos. Yo vigilaba los cielos grises, casi anticipando la caída de un proyectil sobre mis familiares que cerrara con broche negro aquella escena tan dramática. Una voz en mi cabeza se atrevió a bromear en ese momento, diciéndome algo así como: “Ni Stephen King te ha atemorizado como esto, ¿verdad?”. Era verdad. El semblante seguro y confiado de mi padre se había destruido por completo. Su imagen de patriarca y protector de la familia aparecía cuarteada ante mis ojos, su halo de invencibilidad había desaparecido, y en su lugar sólo quedaba un hombre, temeroso y nervioso, tratando de salir lo mejor posible de un problema terrible. La única posible comparación que puedo hacer es la escena final de Harry Potter y el Príncipe Mestizo, en donde el joven mago se ve forzado a ver cómo un viejo, debilitado y demacrado Dumbledore, muere a manos de Snape, desprovisto de esa magnanimidad que siempre lo había acompañado.
En ese momento, decidí que no podía abandonar a mi tía y a mi abuela durante el paso del huracán. Empaqué un libro, dos mudas de ropa, y mi Game Boy, y me fui a su casa para tranquilizarlas. Las gotas de lluvia eran increíblemente gruesas y gordas, y lograron empaparme de pies a cabeza aún cuando sólo había avanzado unos pocos metros.
No se qué es lo que le pasa a la gente cuando se moja, pero parece que se rompe un escudo de seguridad y confianza. Cuando entré en la casa de mi tía, noté dos cosas de inmediato. La primera fue un intenso olor a gas, por la proximidad de la cocina con el patio trasero y el tanque de gas. Y la segunda, mi abuela había encendido una veladora en el fregadero. Movido por una descarga, apagué la veladora en un parpadeo, pensando en que ése era el fin. Lo primero que hice entonces, fue arrojar mis cosas a un sillón y recorrer la casa en busca de otras fuentes de chispas y fuego. No encontré ninguna, pero les dije a las dos que no prendieran ningún tipo de luz o lámpara hasta que el olor se disipara. Lo más complicado era que ahora yo tenía que calmar a dos mujeres histéricas en medio de una crisis. El olor a gas no se disipaba, a pesar de que abrimos las ventanas y el viento sacudía las ventanas incontrolablemente. Fue entonces que se me ocurrió que nuestro tanque no debía ser el único que había explotado. Aún así, el olor a gas se estacionó en la casa alrededor de media hora, tornando la situación tensa y desesperante. Por primera vez, sentí un temor verdadero, no a la furia con que azotaba el fenómeno, sino a la posibilidad de la muerte. Si en ese momento, en que por cierto ya no había luz, alguien hubiera tenido la idea de prender un cerillo, un cigarro, encender una vela o algo similar, todos hubiéramos experimentado una réplica de San Juanico. El miedo latente a enfrentarme con una ola de fuego me puso muy nervioso, y comencé a comportarme como un carrito de fricción: caminaba por todo el piso de abajo, sin rumbo, sin hacer nada, sólo caminando para hacer tiempo, husmeando de vez en vez para ver si el olor a gas se debilitaba, pero no era así. No recuerdo haber estado pensando en otra cosa que en concentrar toda mi voluntad para que se fuera el gas. Me resulta ahora curioso la manera en que pensé que mi voluntad por sí sola hubiera podido disipar el olor a gas. Sabía también que tenía que permanecer fuerte ante ellas dos, no podía haber tres histéricos dentro de la misma casa, puesto que la histeria necesita inconscientemente de un pilar fuerte y seguro del que aferrarse. Durante el terremoto del 85, dicho pilar era una columna física dentro del departamento donde vivían mis padres, junto con mi tía y mi abuelita. Ahora, el pilar tenía que ser yo.
Mi tía, para tratar de calmar su alma, nos puso en círculo, tomados de la mano, y comenzamos a orar. Le pidió a Dios que calme el huracán, le pidió perdón por no ser tan devota, le prometió cambios grandes cuando la tragedia terminara, le volvió a pedir que calme el huracán, y rogó por piedad a todas las personas que estaban viviendo la misma situación. La verdad es que no soy muy creyente de los milagros instantáneos, a diferencia de muchas personas, que creen que con rezar las cosas se van a solucionar mágicamente. Sí creo en que hay fuerzas más allá de nuestra comprensión que actúan de maneras misteriosas, pero no por orar pienso que van a acelerar su ritmo de eficacia y cambiar todo el universo para que se ajuste a las necesidades del creyente. Sin embargo, y a pesar de mis creencias, experimentamos algo que no pude explicarme del todo. La intensidad del viento pareció disminuir y mantener su fuerza al mismo tiempo. El aullido del viento no cesó, el movimiento de los árboles continuaba con la misma violencia, las ventanas se seguían azotando contra los marcos, pero nosotros no lo sentíamos tanto. Era algo difícil de entender, era como si una finísima barrera se hubiera aparecido alrededor de la casa, y estuviera disminuyendo – aunque casi imperceptiblemente – el abatimiento de la fuerza del huracán contra la casa. Es algo que me costó trabajo aceptar, y que en realidad no duró mucho tiempo. Sin embargo, nuestra casa quedó intacta. Sólo las plantas y los árboles del patio se doblaron, un poco de agua se metió por las paredes y por debajo de las puertas, pero nada que se hubiera perdido para siempre.
En la noche, prendimos la radio para ver si alguna emisora había vuelto al aire y nos encontramos con la sorpresa que Radio Ayuntamiento era la única transmitiendo, cargada de un aire de prepotencia y arrogancia. Constantemente se escuchaban comentarios de que eran la única, que era un esfuerzo enorme el estar ahí, que eran los más comprometidos, etc. Y para colmo de males, cuando la población entera estaba nerviosa y quería saber lo que estaba pasando, se les ocurre poner bloque tras bloque de canciones infantiles. Escuché algunas de ellas esperando que terminara el suplicio y comenzaran a dar el estatus del huracán, pero nunca lo escuché.
Se me antojó una burla del destino, estar atrapados dentro de la casa, con el huracán más fuerte en un siglo azotando sus poderosas ráfagas contra la casa, mientras Cri-Cri cantaba sobre una patita que se iba al mercado y un chorrito de agua que tenía calor.
Lo que vino después fue peor.
1 comentario:
O.O woooooooo...
Debo admitir... tu redacción es elevada.
Tienes muy buena tensión dramática... y... si eso te pasó... qué geneal (ahora, no ese momento).
Supongo que todos esperamos ese momento donde las cosas no sean fáciles para empezar a actuar como lo que siempre hemos querido ser.
Jaa na !!
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