Estoy a dos semanas de cumplir un mes desempeñándome como maestro de inglés. Me siento felliz, contento y satisfecho. A pesar del agotamiento físico y mental, de los tropiezos, regaños y responsabilidades extra, estas semanas han sido de lo más revitalizantes y satisfactorias.
Mi rutinario trabajo de oficina había engendrado la semilla de una depresión que creció tan lenta y paulatinamente que no me había dado cuenta que estaba ahí. Esos pequeños detalles que antes tomaba con tanto placer, por más efímeros y evanescentes que fueran, habían perdido su sabor. El simple hecho de saberme esclavo de un horario que cubría las horas que más disfrutaba del día me habían drenado de la expectativa de lo inesperado, de la chispa de lo espontáneo y de la magia de la imprevisibilidad.
Busqué la solución por todas partes: en salidas imprevistas, cervezas a cualquier hora del día, descansos prolongagos, objetivos no muy concretos en el gimnasio, pero los rezagos en la vida se extendían más allá de todo control.
Y los factores esenciales eran evidentes: el mayor cambio logrado había sido un ascenso temporal que me permitió explorar las sensaciones, límites y alcances de la dirección editorial de un periódico. Mi titulación seguía estancada (y aún lo está), debido a la desidia nacida del tedio de las colas y los trámites para continuar con el papeleo de la titulación. Además, una vida social a pique y una mente que parecía perder el contenido almacenado con tanto esfuerzo durante tantos años, sin contar con el latente deseo de batir las alas y escapar de esta ciudad, me producían unos frecuentes deseos de tomar el volante, pisar a fondo el acelerador y salir lo más rápido posible, sólo para sentir un cambio de verdad en mi vida.
Hoy, justo como en la segunda mitad del año pasado, todo parece haberse reiniciado. Si el año pasado el cambio lo significó el repentino choque entre dos mundos que parecían completamente ajenos y sin la mínima posibilidad de juntarse, hoy la chispa han sido mis alumnos.
Gracias a ellos he podido visitar los rincones perdidos de la memoria, acontecimientos, anécdotas y vivencias selladas, distantes, de un yo más joven, inmaduro, preocupado y depresivo. Esos años desfilan con frecuencia mientras me paseo por el salón, enfundado en un uniforme que no acaba de ir con mi personalidad, ejerciendo una suerte de autoridad jamás experimentada, intentando compartir un cúmulo de experiencias, consejos, advertencias y aprendizaje propio entre phrasal verbs, collocations y verb tenses. Los veo ahora como yo me ví hace siete u ocho años: con el mundo a sus pies, la vida tan grande y extensa, tiempo de sobra, y una maraña de preocupaciones ante una vida que no acaban de dominar, a pesar de que no lo acepten tan fácilmente.
Los que ya manejan se sienten los amos de la calle y los pasillos. Los que ya dejaron de ser vírgenes se pavonean frente a los demás exudando una cierta aura de experiencia arrogante y confiada. Aquellos que han conseguido novia aprovechan hasta el último segundo del día a su lado. Los recesos sirven para compartir y expresar habilidades deportivas, puntos de vista, piropos, chismes, mala y buena vibra. En las horas cercanas a la salida los jóvenes son todo nervios, desesperación por romper la imagen de estudiantes y colocarse las vestiduras que les confieren el honorario título de "reyes del hogar", objeto de atención y preocupación perpetua de sus padres.
Y mi materia ¿que les importa? A algunos, mucho. A otros, un poco. A muchos otros, nada. Pero todos están embarcados en el mismo camino. Razones aparte, todos escogieron la capacitación de inglés, y por ende, todos se hunden o salen a flote por igual. Frente a mí desfila la esperanza del mañana, la generación que verá los verdaderos daños en el planeta, que presenciarán el fin del mundo en el 2012 apenas graduados de la preparatoria, confiados en la vida que tienen por delante, en su esfuerzo o en su suerte para perseguir aquello de lo que nadie escapa: un destino.
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