My life, has been extraordinary: blessed and cursed and won.


lunes, 1 de marzo de 2010

Te odio, Cancún

I

Me lo pregunto a cada rato. Cuando tardo cuarenta minutos en avanzar de la Plaza de Toros al inicio del Boulevard Kukulcán. Cuando veo la continua destrucción del manglar. Cuando me digno a voltear en dirección opuesta a la que apuntan los medios de comunicación para tapar el escándalo, y vaya que hay muchos. Cuando la indiferencia plaga las calles. Cuando veo que el restaurante al que ya le había tomado cariño está siendo reemplazado por un Vips, o un Sanborns o peor aún, por un Oxxo. Cuando veo un sinfín de plazas comerciales con decenas de oficinas y locales en renta, compitiendo por los visionarios empresarios, sin querer bajar sus precios ni extender facilidades de pago.
Pero vamos, no es tan malo, suelo decirme. A final de cuentas, esta es la ciudad a la que me trajeron de vacaciones hace 17 años y de la cual nunca me fui. La ciudad que me fue implanta, con todo lo que conlleva: casa, escuela, amigos… el universo entero para un niño de siete años. Pero bueno, equis, me digo, avancemos, de todas maneras, me gusta el mar y la playa. Estoy en el paraíso, en el lugar envidiado por todos. Y si es así, ¿por qué lo odio?
Dicen que Cancún te abraza o te vomita, y yo siempre pensé lo segundo. Pero hasta hace unos años, me di cuenta que en realidad, me hizo las dos. Primero me abrazó, titubeando, dándome pocas comodidades y amigos reales. Luego se hizo más intenso, y los primeros atisbos de un gran confort se asomaron en mi vida, que, entre la aceptación y la costumbre terminaron por derivar en una cierta comodidad de película. Si bien no todo era bueno, tampoco todo era malo, y de esa mezcla logré producir un gran aprendizaje en la vida de los cancunenses.
Pero luego sucedió algo que ni yo mismo pensé que sucedería: la ciudad dejó de pertenecerme. De un momento a otro ya no podía sentirme amo y señor de las calles, ni podía presumir de mi excelsa brújula que siempre encontraba su ruta y destino. Ya no me sabía los nombres de todas las escuelas particulares de Cancún y el perfil psicológico de quien en ellas estudiaba (Cumbres=fresas, Da Vinci=rezagados y frikis, Alexandre=corruptos, Británico=matados, etc.). tampoco me sonaban ya los nombres que una vez fueron populares para mi generación, y los antros de la ciudad se multiplicaron tanto, que ya tampoco podía decir “ya fui, está chido” ó “ahí esta caro”. No, la ciudad que se alzaba ante mí una mañana ya no era el Cancún que entre amor y odio le había tomado una cierta estima especial. Los límites se habían extendido más allá de las rutas 4 y 5, las escuelas se multiplicaban y las calles se infestaba de un pesado tránsito, y todos estos cambios se sucedían tan rápido que ya no atinaba a pedir un “tiempo fuera” para actualizarme con todos los cambios.
Estos cambios respondían a un sencillo hecho: cada día más personas llegaban a pedir trabajo y oportunidad en Cancún, trayendo consigo familia y deudas. Ricos y pobres, visionarios y subordinados, se fueron apropiando de los grandes pedazos de tierra que yo aún consideraba virgen, detonando los factores antes mencionados, y con ello, una serie de problemas sociales de los que no quise enterarme hasta que fue demasiado tarde.

No hay comentarios: